
¿Aún vas a Misa?
La chiquilla caminaba alegremente por el camino de tierra. Llevaba puestas sus mejores galas, para pedir perdón por sus muchos pecados, advertidos e ignorados. Su cabeza iba cubierta por un manto negro, que le tapaba hasta sus largos cabellos oscuros. Su belleza la eximía de tener que ponerse cualquier clase de pintura de ojos; hacerlo hubiera sido un desafío a su gente y una ostentación impropia de las de su oficio.
El calor empezaba a hacerla sudar. Notaba la boca seca y comenzaba a sentir dolor de cabeza. Así que agradeció, descubrir, tras un recodo del camino, un viejo pozo. En su brocal encontró un hombre sentado. Iba polvoriento, mal vestida y con unas sandalias que no podría vender en el mercadillo más pobre de las aldeas cercanas. Al acercarse a él, vio que tenía una barba larga, sin arreglar, un pelo larguísimo, que, en la parte superior de la cabeza, se anudaba de forma algo extraña.
La joven sintió temor de aquel desconocido…
— ¡No tengas miedo! Soy cualquier cosa menos temible. Al tiempo que le ofrecía un cacillo de agua, procedente, de un cubo, medio roto y sucio, muy sucio, que contenía un agüilla parduzca y medio caliente. Puedes estar tranquila, todavía no he bebido yo.
A la muchacha aquella agua le supo como pura ambrosía. El hombre bebió luego y se tiró parte de lo que quedaba por su sucio pelo.
Generado un ambiente de cierta complicidad, la muchacha pregunto:
— ¿Qué haces ahí sentado?
— Estoy esperando
— ¿A qué?
— No sé, me deje la bola de cristal en casa…
— ¿Eres adivino? ¡Mi dueña dice que los adivinos sois gente mala!
Tras guardar un rato en silencio, esta vez fue el hombre quien preguntó:
— Y tú, ¿Dónde vas?
— Voy a Misa.
— ¡Vaya, yo no he ido nunca, ni creo que me acerque, ni siquiera para olfatear un poco!
— ¿Tú no crees en Dios?
— Pues creer, lo que se dice creer, más bien no. Yo diría que lo conozco un poco, que es pariente mío, llegados aquí te confesaré que soy el Hijo de Dios…
–¡ Infiernos, eres un endemoniado! Soltó la niña, en pleno ataque de espanto.
— Tranquila, no te marches todavía—le grito el hombre–, sin ningún éxito.
Angustiada, mareada, asustada, la adolescente llegó a la Iglesia. En la puerta había un revuelo, casi todos los parroquianos gesticulaban entre ellos, obstruyendo la entrada.
No había forma de entrar, pero una amiga se acercó a ella, la cogió de la muñeca y la metió en el quinto banco de la derecha.
–¿Qué ha pasado? ¿Me he perdido algo importante?
— Pues parece que D. Efraín, nuestro querido párroco, tuvo ayer unos mareos, y lo tuvieron que trasladar en unas mulas de la misión, hacia el hospital más cercano, y ha aparecido ese hombre que hay en el altar.
-El hombre, como mandaba la tradición decía la misa en latín, pero milagrosamente, hasta los más incultos, entendían todas sus palabras. Al finalizar el acto religioso, se volvió hacia el público, al que había estado dando la espalda, todo el tiempo y dijo:
¡Ite, missa est!, momento en el que el coro parroquial, compuesto por viejas y algún cojo entonaron, con cierto desafino, el cantico de despedida.
En ese mismo instante, la chica, —llamada María, la de Magdala–, lo reconoció. Era el hombre del pozo.
— La Magdalena exclamó: “Es el hombre que me dio, hace un rato, de beber.
— Pero… ¿Qué dices? ¡Blasfema! Interrumpió una de las viejas.
— Si, estoy segura. ¡Esto es un milagro!
— Calla locuela, volvió a la carga la anciana de antes.
— Sí es pariente de Dios.
— ¿Ese, Jesús, el hijo del carpintero? Terció otra vez una anciana, del montón.
— ¡Sí, sí, él me lo dijo!
— Tú lo que estás es endemoniada, le grito de nuevo la primera anciana.
María fue sacada a empellones del templo, los fieles le añadieron algún que otro codazo. Pero ella no parecía darse cuenta.
Cuando al final la dejaron magullada, en medio del camino, hizo de tripas corazón y volvió a retomar, en sentido contrario el camino, a casa de su ama, para seguir sufriendo, su forzosa esclavitud sexual.
Tras un recodo, inverso, volvió al pozo, allí un Jesús sonriente, le abrió sus brazos, la dejó lloriquear sobre su hombro y le preguntó:
— ¿Ahora entiendes por qué no voy a Misa?
Y colorían colorado, este cuentecico –escrito por un agnóstico, más creyente que incrédulo–, se ha terminado.
Josma
2 comentarios en «¿Aún vas a Misa?»
Este cuentecico me parece una forma muy original de tratar el tema de las incoherencias entre creencias y la práctica de las mismas, a través de ¡ actitudes ante situaciones reales.
Constanza me alegro que le gustara, la animo a hacer más comentarios, así con su ayuda seguro que voy mejorando