Desesperado.
Me duelen las muelas y tengo miedo a los odontólogos, siempre me han hecho daño. Pero estoy desesperado. Es cierto que soy muy delicado, pero no lo puedo evitar.
Al final tras dos noches sin dormir me decido, salgo de casa y me voy a ver al Dr. Napoleón Caturla, ha sido el dentista de mi familia toda la vida.
Como no he pedido cita tengo que esperar más rato del que yo tenía previsto. Tras un par de horas me recibe el doctor.
— ¿Qué le sucede?
— Tengo un dolor infernal en estas dos muelas de abajo.
— Es evidente le quedan a usted los restos de esas piezas dentarias. Voy a extraérselas.
— Mire, Don Napoleón, me parece perfecto, pero tengo problemas con la anestesia, soy alérgico.
— No se preocupe, para usted guardaba unas ampollas de óxido nitroso, que le sentarán fenomenal y no sentirá nada durante la extracción.
El médico me suministra vía mascarilla, un par de dosis del gas ese, efectivamente no tengo dolor alguno, la pequeña operación es un éxito.
Tomo un taxi, no vaya a ser que me maree, me caiga al suelo y me atropelle una estampida de rinocerontes.
El taxista me pregunta por mi destino, le digo que voy a mi casa y comienzo a reírme, el hombre está desconcertado. Tras media hora de aguantarme consigue arrebatarme la información de mi destino.
En el patio me encuentro a unos vecinos, gente cabal, seria y buenos padres de familia, los veo desnudos y en ese momento ya no me río cual imbécil bogando en las regatas de Cambridge y Oxford, ahora me descojono. Ante tamaño dislate ellos se mosquean y pretenden pegarme, pero mi entrenamiento atlético me proporciona una velocidad y un fondo inestimables, así que me subo corriendo catorce pisos hasta que llego a casa.
Cuando entro me fumo siete pitillos, por abrir los pulmones, más que nada y me pongo a ver la tele, están haciendo un programa de corazón y me quedo dormido.
Me despierto a las siete de la tarde, recuerdo que vienen a cenar unos amigos, bastante tragones, me voy a la cocina, abro la nevera, pero está ocupada por las tortugas ninja, me toca bajar al supermercado más próximo.
En el local comercial tomo un carro, intento ir lo más rápido posible, sin distraerme, pero en todas las estanterías hay algún conocido: Joaquín Sabina, Ernesto Sábato, Miguel de Cervantes, Concha Espina. Antoñita Peñuelas…
De vuelta en casa las tortugas han huido así que puedo abrir el frigorífico, y guisar a gusto.
En total seremos seis, así que preparo: unos entrantes, una ensalada de endibias con nueces y roquefort y unas pescadillas. Espero que alguno de los invitados traiga algo de dulce a mí se me ha olvidado comprarlo.
Durante la cena me pongo a discutir, lo cierto es que hablan y me hablan, pero no entiendo sus palabras, sus voces graznan, me violento y al final, me palpan la carita. La reunión acaba fatal.
Cuando me quedo solo enciendo el portátil, escribo, escribo y escribo. De forma compulsiva, casi automática, y me sale el churro este, que quizás, estés leyendo. Decido dar por zanjado el relatito y pasar página cuanto antes.
Y colorín colorado este cuentecico, — escrito automáticamente–, ha terminado.
Jose Taxi & Josma