El manguerazo cuántico
Era una mañana de primavera, en la que el sol hacía resplandecer las hojas de las hiedras. Acababa de tomar un pequeño piscolabis: un litrillo de clarete, acompañado de unas aceitunas partidas y unos cacaos del terreno.
Mientras se enfriaba el carajillo encendí mi octavo ducados de esa mañana y tuve una idea genial. En mi cerebro resonó un engranaje y solté un espléndido ¡EUREKA!
Me dirigí hacia la vieja manguera, medio podrida, y la enfoque hacia el grifo goteante, que se encontraba a 57,5 cm. del suelo. El efecto que se produjo fue fantástico, una especie de holograma térmico-cuántico, con notas de colores y sabor a roble, rebajado con canela.
Mi primera reacción fue llamar al fotógrafo del pueblo, al que, tras realizar su trabajo, le dije: “Esto lo quiero mañana publicado en prensa, en primera página”
Cuando empezaba a relajarme apareció el teniente de la guardia cantonal: González Poveda. Por lo visto el experimento tenía cierto interés militar. Entre mi chouchou, Paquito, y yo nos encargamos de aligerar la duración de la visita.
Tras ellos, como no podía ser de otra manera, se personaron mis sobrinos, para admirar el invento, capitaneados por mi chache mayor.
En esas estábamos cuando surgieron de la nada un par de jovenzuelos, uno de ellos aguantando una palangana. Su pretensión era exigirme una indemnización, porque habían probado a repetir el inventillo, pero no les salía. Proyecto, que según manifestaron, yo había patentado.
Ante tamaño dislate, no pude seguir callado y les dije: ¡Hermosos! No es cierto, no he patentado nada, aunque procederé a hacerlo rápidamente, lo que tenéis que hacer es compraros una manguera podrida, instalar un grifo que gotee e ir probando.
Y colorín colorado este cuentecico se ha acabado.
Josma