Huellas

Huellas

La historia sucedió unos diez años atrás, Carmen llegó a la sección teniendo menos de treinta años, yo pasaba de los cincuenta. Ella era una chica guapísima, de una belleza exótica, elegante, amable.

Nuestro servicio es especial. Es difícil, nos llena, al menos al principio, de temores y dudas. Debemos traspasar esa delgada línea roja que separa el bien del mal.

Nos dedicamos a la información: la seguimos, la compramos, en ocasiones la creamos, pero siempre lo hacemos al servicio de nuestro gran estado, de nuestro país.

Sabemos que no habrá reconocimiento económico, estamos y estaremos mal pagados. Sabemos que no habrá prestigio social, vivimos en las alcantarillas del sistema, sabemos que nadie nos consolará si caemos, negarán hasta conocernos.

Somos servidores públicos vocacionales.

Nuestra forma de vida es dura, cambias una existencia ordenada, segura, reconfortante, por un autoexilio de la zona de confort personal. Llegas a vivir con miedo, miedo a equivocarte, a hacerlo mal, a ser irreflexivo, todo ello podría condenar nuestras misiones al fracaso.

Pasado un tiempo, cada uno necesita el suyo, comienzas a acostumbrarte, a saborear la adrenalina que llena tu vida veinticuatro horas al día. Entonces te autoengañas: “todo saldrá bien, mi vida y la de los míos están a salvo.” Aunque cuando nos quedamos un rato a solas sabemos que todo eso es falso. ¿Quién decide nuestro destino?

El día que llegó Carmen, al presentármela, al darle la mano, supe que ya la conocía, pero no recordaba de qué. Nació en mí un sentimiento de protección, de solidaridad, que nunca había profesado por nadie.

La integré, lo mejor que pude, en mi sección. Últimamente habíamos tenido varias bajas, los colegas utilizaban cualquier excusa para solicitar el traslado. Quedábamos tres, los de la “vieja escuela” nos apodábamos. Un alias propio, compartir horas, días, semanas de trabajos especiales, habían entretejido entre nosotros una red de fraternidad, aprendimos a respetarnos y a ser agradecidos con los compañeros; eso no lo enseñaban en los servicios secretos.

Los primeros días desde que llegó Carmen, fueron rutinarios, carentes de cualquier incidente estimulante. Yo aprovechaba para hacerle preguntas que avivaran su curiosidad, para que repasase como defenderse, a que pudiera como subsistir en la acción.

Un mes más tarde nos hicieron un encargo importante, teníamos que asaltar la caja fuerte de la embajada del Reino de Vilcabamba. Estudiamos varios días nuestro objetivo, creímos que no era muy complicado, definimos nuestra estrategia. Al final decidimos utilizar el método clásico, la entrada por las alcantarillas, poco y mal vigiladas. Dada mi edad y lamentable estado físico, yo me quedaría fuera, coordinando nuestros escasos efectivos. Carmen iría en el grupo de asalto, sería su bautismo de fuego.

La noche y hora fijadas comenzó nuestra tarea, desde el principio todo se fue complicando, las comunicaciones fallaban, yo no sabía dónde y cómo estaban mis compinches, a la media hora oí unas ráfagas de ametralladora y unos quejidos humanos, intuí lo peor.

Dos minutos más tarde reventaron la puerta del piso franco en el que yo aguardaba. Al frente de los asaltantes apareció Carmen, era imposible que en ese tiempo llegara desde la embajada a mi ubicación, sentí miedo…

Fue la primera en entrar, se acercó a mí, me apuntó con su arma y me descerrajó dos tiros en el pecho y dos en la pierna izquierda.

El chaleco antibalas me salvó la vida, aunque tuve que someterme a dos operaciones.

Sigo sin recordar por qué pensé que conocía a Carmen, pero ahora mi cuerpo conserva sus huellas.

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