LA HERENCIA
Heredé de mi padre su amor a la lectura, su pasión por el tabaco y su calvicie. Aunque era más bajito que yo, le seguía queriendo. Desde que murió, hace ahora catorce años, pienso muchas veces en él. A mí no me preocupa la muerte, estoy convencido de que, como afirma la física cuántica, un día nos reencontraremos todos en una especia de conciencia universal.
De mi madre he heredado más bien poco, por no decir nada. La recuerda cargada de hijos, yo soy el mayor, la ayudaba haciendo las cenas, me gustaban los riñones al jerez y las natillas que hacía.
A los treinta y cinco años ya estaba casado y tenía dos hijos. También contaba entre mis males con un sobrinito capullazo, las noches buenas, se ponía bastante porculero y nos daba la brasa jugando a la herencia de la tía Ágata. Él alcanzaba el culmen de su placer, cuando salía cargado de los abalorios que le había provisto la yaya y todos los demás teníamos que dejar cualquier cosa que estuviésemos haciendo. Hoy sigue igual de gilipollas.
Mis padres me dejaron en herencia mi cerebro y mis manos, con ellos me sigo ganando la vida.
A la marcha que van mis finanzas mis hijos no heredarán nada, tal vez alguna que otra deuda, les tengo advertidos que acepten la herencia a título de inventario, para hacerse con lo que sobre tras pagar las deudas, pero bien visto no tiene ningún sentido. Así pues, que mi herencia se vaya a la mierda.