Mi Amigo
Carlos llegó al Instituto a mediados de febrero, su padre había sido trasladado en el trabajo y toda la familia- su madre, sus dos hermanas mayores y él- recalaron en nuestra ciudad.
En clase no hubo problema alguno para adjudicarle asiento, en la última fila, hacia la izquierda, había un pupitre con un solo alumno, así que fue destinado a acompañarme.
Tras unos primeros días de pocas palabras, dichas más por cortesía que por amistad, comenzamos a relacionarnos más a fondo. Como viejo pirata que conocía todos los entresijos del instituto le enseñé a Carlos los trucos para echar un pitillo sin que te pillaran, que profesores tenían malas pulgas, los que eran muy exigentes, los que se ponían de nuestra parte y eran accesibles a nuestras consultas.
Por supuesto tuve que hablarle del excéntrico Pelufo, con el que había que llevarse bien pues era una institución en el claustro de profesores y sus comentarios sobre los alumnos marcaban su destino y la valoración de su rendimiento.
Le hice una mención especial sobre el malvado profesor de francés, Monsieur Marzal, al que comencé a sufrir en segundo. Todavía me parecía increíble su sistema pedagógico, llegaba a clase, se sentaba y abría la libreta de notas y con un bolígrafo de botón daba golpecitos sobre las páginas en las que nos tenía anotados, murmurando: .“vamos a ver a qué mamoncete jodemos esta tarde” Todos absolutamente todos notábamos un escalofrío recorriendo nuestra espalda. La única solución era llevar muy memorizado el vocabulario y contestar deprisa y de forma impecable. Los que no lo hacía así recibían un punto negativo y los que contestaban bien no recibían nada. Lo mejor es que nunca se supo el para qué de las anotaciones, en cada evaluación dictaba 5 preguntas y con arreglo a las respuestas daba sus notas, en cuarto yo conseguí la mejor de la clase: un 5,5, que exitazo.
Ese curso tuvimos nuevo profesor de filosofía, el viejo Guerri se jubiló, y apareció Paco Santamarta, joven asturiano que tuvo que lidiar con tres docenas de adolescentes despistados que estaban más interesados por sus fantasías eróticas, que por la vida y milagros de Platón; excepción hecha de mi buen amigo Carlos que descubrió un mundo nuevo en el filosofar y lógicamente intimó con el profe, que le dejaba algunos libros sobre temas actuales de filosofía, especialmente de corte moral y político. Considero innecesario explicar quien sacó matrícula de honor al final de curso, el chaval se la merecía.
Muchos días hacíamos medias pellas y a la una nos esfumábamos de las clases para gozar de un rato de descanso, dejando que el aire de la ciudad nos hiciera libres. Siempre acabábamos en unos billares de solera en el centro de nuestra urbe, atraídos por las máquinas de pinball. Entre nuestras preferidas había una llamada Barbarella, en la que cogimos cierto grado de maestría y ganamos muchas partidas gratis.
Llegó el verano y Carlos tomo vacaciones a la antigua: de 15 de junio a 15 de septiembre, toda la familia marchó a su pueblo de Albacete, yo me quedé en casa, excepto dos semanas que mis padres arrendaron un apartamento en la playa, allí tenía yo algunos conocidos, pero con los que nunca intimé tanto como con Carlos.
A primeros de octubre comenzó el nuevo curso, yo estaba ansioso por ver a mi amigo y retomar nuestras correrías, pero él no apareció por clase, pensé que habían vuelto a trasladar a su padre y que no lo vería más, fue toda una desilusión,
A mediados de mes, a mitad de la primera hora, Carlos entró en clase, despertando la sorpresa en todos nosotros, se había rapado el cabello al cero, esa no era moda extendida en aquellos tiempos.
Se sentó, de nuevo a mi lado y extendió su mano que aprete con fuerza, a la una lo miré y le pregunté: ¿nos vamos?
¡ No puedo quedar hoy, me están esperando!
Esa respuesta se repitió a lo largo del curso en infinidad de ocasiones. Yo tenía una ventana a la izquierda, desde la que veía la salida trasera del centro y noté que puntualmente mi compañero subía a una furgoneta, de lujo, de color negro. Cuando un día le pregunté quienes lo recogían, no me contestó, simplemente me miró y sonrió.
En las clases Carlos tenía la mirada perdida, estaba concentrado en dios sabe qué, ni siquiera las clases de Santamarta despertaban su atención. Yo estaba muy extrañado por su nueva conducta y no encontraba ninguna explicación.
Hasta marzo la furgoneta lo recogía a diario. Los primeros quince días de este mes, cuando la ciudad exultaba fiesta por todas partes, el chaval volvió a desaparecer y no lo vimos por las aulas. O estaba en el hospital o en un buen lío pensaba yo. Inesperadamente el 16 de marzo a mitad de la clase de filosofía, entró como un rayo y se plantó en el pupitre. El profe lo vio y le dijo que lo esperase al terminar, quería hablar con él.
A mí me llamo la atención la vestimenta que llevaba: un sayal algo sucio, un colgante de cuyo extremo pendía un crismón y unas sandalias desastrosas, por raídas y mal confeccionadas. Ni un solo libro, ni una libreta, ni una carpeta en la que guardar apuntes, venía de campo y playa.
Faltaban cinco minutos para terminar la lección cuando Carlos se puso de pie saltó encima del pupitre y nos chilló de forma frenética a todos:
¡Yo he sido liberado! ¡Soy libre!
¡Os corresponde a vosotros liberaros, sed libres y no creáis en la mentira que os rodea!
¡Recordad que la libertad que no se usa desparece!
Dicho lo cual empezó a correr, llegó a la calle y en ella, claro es, se subió a la furgoneta negra.
Y hasta la fecha.

Y colorín, colorado, este cuentecico se ha terminado.
Josma.