Michi
Era un gato de color canela y ojos verdes, que respondía al nombre de Michi. Su humana se llamaba Karen y lo había recogido de un contenedor de basura.
Los dos convivían en un clima de cierta paz. Karen era ordenada y mandona. El gato era un trasto, algo egocéntrico y maniático. Michi era especialista en tirar al suelo todo objeto al que pudiera tener acceso. La humana le había comprado al minino una torre de ejercicios, forrada de esparto en sus accesos inferiores, para que pudiera rascarse y perfilar sus uñas; pero el gatito no le hacía ni caso. Sin embargo, el sillón de piel natural, que Karen había recibido en herencia, fue atacado sistemáticamente por el pequeño felino, hasta que lo destrozó. Karen se enfadó mucho, pero tras media hora de zalamerías de Michi el disgusto desapareció.
Era una relación consentida, en la que dominaba Michi, sin que Karen se diese cuenta.
La humana trabajaba en unas oficinas, en las que había jornada intensiva, así que salía de casa a las siete y media de la mañana y volvía a las tres y media de la tarde. Durante ese tiempo el piso era propiedad de Michi. El gatito se dedicaba a pasear, correr, hacer travesuras y dormir, se sentía feliz. Sabía que era el dios de aquel pequeño microcosmos.
Sin previo aviso un humano apareció en la vida de Karen, era un macho adulto, que para Michi olía muy bien y de quien pronto el gato se hizo amigo, aquel ser lo consentía más que Karen. La relación entre los tres era algo mejor que aceptable, pero a Michi le molestaba que, muchas noches, los dos humanos, se encerrasen en el cuarto de Karen y a él le tocara dormir solo en el salón.
Sin darse cuenta, Michi iba imitando las posturas, las expresiones, las formas de hablar del humano. Podría decirse que estaba fascinado por aquel hombretón, el gatito se hizo consciente de que su máxima ilusión en esta vida habría sido poder ser como aquel hombre.
Fruto de sus ganas de jugar y su curiosidad excesiva, Michi comenzó a tomar un par de pastillitas azules que el humano utilizaba antes de encerrarse con Karen. Eran unas grageas menudas, muy amargas, Al principio no notó nada, pero a partir de los quince días la situación cambió. Su cuerpo se hizo más grande, más alto y más ancho, los músculos pectorales y los deltoides se desarrollaron, los abdominales, cuya existencia Michi había olvidado, retornaron. El pelo iba desapareciendo de su cara, espalda, extremidades y orejas. Su dentadura ganó un par de dientes y sus colmillos se redujeron.
El efecto más importante fue el psicológico, el gato se encontraba cada vez lúcido, más fuerte, más animoso, con más ganas de vivir y con más seguridad de conseguir su objetivo. Su humanización estaba siendo un éxito. Pero al gato le parecía que el proceso estaba siendo lento.
Una noche de abril, cuando la primavera anunciaba el comienzo de un nuevo ciclo vital, Michi se tomó cerca de quince pastillas.
Sus efectos fueron contundentes, notó que su cerebro crecía, palpitaba, le dolía, su cráneo no estaba preparado para albergarlo. El dolor fue intensificándose, llegó un momento en que se volvió insoportable. Ese daño y los vómitos que lo acompañaron derribaron al hombre-gato, que tirado en el suelo empezó a maullar como un bebé.
El humano de Karen salió del cuarto y llegó a la cocina, donde se encontró una masa informe de huesos y carne, pestilentes y sanguinolentas. El hombre cogió unas toallas para tapar a aquel desgraciado, cuando se acercó a Michi, entre los quejidos que emitía, reconoció que decía: “¡Karen es mía!”