Murielle
Me levanté tarde, cerca de las once, mis ánimos estaban por los suelos y me costó salir de la calidez de las mantas y el edredón, estábamos en noviembre y hacía frío.
Me encontraba algo abotargado, desorientado y con los reflejos lentos, más que de costumbre. El dolor de cadera seguía bendiciéndome con su presencia.
En la cocinita, de pie y mirando a la pared, tomé el primer café con leche del día, largo de café y con la leche fría. Con las horas que se habían hecho temí que no me daría tiempo a tomar otros, de costumbre a la una abría la veda de la nevera y comenzaban las cervecitas.
En el comedor me asomé a la terraza, hacía frío, había mucha humedad, un cielo borrascoso que no anunciaba nada bueno. Estuve casi seguro que no podría salir al jardín, pequeño pero coqueto, que rodeaba el complejo en el que me alojaba.
Ella seguía allí dentro, estaba algo desmejorada, anunciaba su marchitez, su tono brillante estaba desapareciendo, pero conservaba su color rojizo de invierno.
Yo había llegado al pisito en octubre, Gertrudis me condujo allí desde mi antigua casa, cuyos propietarios no quisieron renovar el contrato, había estado fuera de la ciudad cerca de tres años. Mi nuevo barrio me era desconocido, así que paso un tiempo hasta que fui conociendo al vecindario.
Tenía alquilado un apartamento de dos habitaciones, cocinita, baño y salón, ubicado en la Residencia Santa Isabel. De hecho, era un privilegiado, mi régimen de alojamiento me permitía compartir las zonas comunes de la institución o quedarme en mis habitaciones. Tenía aseguradas la limpieza diaria, todas las comidas, incluidas las de los fines de semana, la televisión por cable y la conexión a internet. Mi sobrina Gertrudis venía a visitarme cada quince días.
Mis compañeros de la residencia eran buena gente, más mayores que yo, con tendencia a enrollarse y repetir sus historias. Yo intentaba ser agradable y educado con todos, pero no conseguía superar la barrera del conocimiento y alcanzar la amistad con ninguno. De manera que mi vida era muy sencilla, pasear mucho, fumar lo menos posible y acercarme al pueblo que simulaba ser una ciudad, sin llegar a ello y cuyo aire yo sentía que me hacía más libre. Así que excepto las periódicas y cortitas visitas de Gertrudis, estaba solo y me sentía muy vacío. Me pasaba la vida quejándome a todos de mi estado de aislamiento.
A primeros de diciembre una mañana soleada, en la que el jardín comenzaba a mostrar los estragos del invierno, llamaron a la puerta:
— Buenos días Pepe, dijo la directora.
— Le presento a la nueva auxiliar, se llama Murielle, se encargará de limpiar y ordenar sus cosas. Le he pedio que los días que tenga algo de tiempo libre se quedé un poco más por aquí, para hablar un rato, ya sabe que usted se considera el ser más solitario de todos nosotros.
Al día siguiente comenzaron las visitas de la muchacha, era muy educada, una trabajadora eficiente y veloz, que canturreaba a menudo y me sonreía, pero no hablaba mucho. Así que durante sus visitas ya me encargaba yo de ir obteniendo información sobre su vida. A cambio le fui desgranando toda mi existencia, siempre he hablado por los codos.
A mediados de diciembre, tras entrar deprisa en mi morada, Murielle se dio cuenta de su presencia, se plantó ante ella y soltó un alegre: “Menuda Flor”.
Le conté que me la había traído mi sobrina, quien me advirtió que era una planta muy bonita pero muy delicada, que había que tratarla con mucho mimo, con mucha delicadeza. Me dijo que era conocida como la Flor de Pascua, que no solía durar mucho tiempo, pero que sus hojas eran muy bonitas.
Murielle me explicó que se trataba de una Poinsettia, muy conocida y apreciada en su país—Honduras—que ella había tenido varias y que, con los cuidados oportunos, escaso riego, pequeña exposición al sol y una calefacción moderada, podría durar varios meses. Me pidió que yo no interviniese y que ella se encargaría de la plantita. Ante tanto conocimiento no pude hacer otra cosa que sonreír y acceder a su petición.
Desde que la Flor de Pascua entró en casa noté un cambio en la muchacha, hablaba más, estaba más contenta, se sentía útil al ser la cuidadora y responsable oficial de aquellas flores.
A veces me parecía que nuestra relación se había convertido en un triángulo amoroso, con la excusa de comentar el estado de la Poinsettia, fuimos intimando. Yo veía a Murielle, con sus treinta años, como la hija que nunca tuve, mi sensación de soledad se estaba desvaneciendo.
A finales de marzo en una de sus visitas Murielle estaba muy seria, no despegaba los labios. Al acabar sus tareas, se sentó frente a mí, en el salón, me miro, arrugó la frente y me contó que se machaba. Había encontrado un trabajo a jornada completa y su economía no le permitía rechazarlo. Le di la enhorabuena, la anime a cambiar de trabajo y al despedirla le di en la frente “un beso de padre” Luego me eché a llorar, yo las quería a la dos, a Murielle y a nuestra Flor de Pascua.
Estamos en mayo, la planta sigue aguantando, cuando lo cuento no se lo cree nadie. He seguido escrupulosamente todo lo que hacía Murielle para cuidarla. Ahora está algo desmejorada, comienza a marchitarse, su tono brillante está desapareciendo, pero aún conserva su color rojizo de Navidad.
Josma Taxi