No me fío

No me fío

— Yo confío en ti– dijo Catherina.

— Me gustaría indicar lo mismo, pero no puedo, no me fío.

— No lo entiendo, puse toda mi vida, las pertenencias que más quería, incluso a algunos miembros de mi familia a tu cuidado. Incluso dejé que determinarás todas las acciones de gobierno.

— ¿Y cómo me lo pagaste?

— De ninguna manera especial, ese era tu trabajo.

— ¡No, no era mi trabajo! Al menos no en la forma en que lo ejercí, puse tu encargo por encima de los míos, de mis bienes, de mi ejercicio profesional.

— Esa era tu obligación.

— No es cierto, eso es lo que hice, pero no era mi obligación, no te engañes,

— En ese caso, ¿por qué actuabas así?

— Porque la gente se merece: vivir mejor, respirar, comer, beber y, de tanto en tanto, sentirse útiles y libres.

— Ya te has puesto filosófico.

— ¿No te has planteado nunca que quizás soy un pequeño filósofo?

— No creo no llegas a esa altura.

Llevábamos una larga y tensa media hora de conversación, en la que no había ninguna comunicación, ella quería justificarse y yo necesitaba que se enterase, de una puñetera vez, que estaba muy dolido. Ella era terca, tenía una voluntad indomable, poseía un carácter lleno de aristas y cuando se ofuscaba se empecinaba en su conducta. Siempre tenía que poseer la razón, nunca reconoció ante mí un error.

Todo nuestro asunto había comenzado tres años antes, cuando ella perdió a su padre y el poder que la protegía. Me buscó, quería saber, necesitaba aprender. Pensaba, o eso le habían comentado, que el experto de aquel conocimiento era yo. Me asaltó sin miramientos, abrió mi cerebro y mi alma y absorbió todo lo que encontró. Pasó de ser una ignorante a una especialista en el arte de gobierno. También es cierto que  era mujer culta y siempre dispuesta a mejorar, pero no tuvo límites en la forma de abordarme y de servirse de mí.

Mis años de diplomacia, mis viajes, los tratos con reyes, gobernantes y tiranos, me habían enseñado que la intención justificaba los medios, en eso Catherina Sforza fue mi mejor alumna.

Yo sabía que era mejor ganar la confianza de la gente que confiar en la fuerza. Pensaba que había que negociar absolutamente siempre. Todo conflicto que desembocara en una guerra daría un ganador. Pero esa victoria no sería útil, antes o después, la venganza de los perdedores resurgiría y sería imposible mantener eternamente a las tropas prestas a la batalla.

Catherina estaba sola, había enviudado dos veces y los Borgia la habían señalado como objetivo a batir. Quizás fue su necesidad de apoyo la que le condujo de amante en amante. Hasta que apareció aquel rubito—Rafaello—lo llamaban. Era una mala persona que maltrataba física y moralmente a todos los que considerase como enemigos. Era un hombre voluble, capaz de cambiar tres veces de opinión en la misma tarde.

Su influencia en Catherina fue desastrosa, no mejoró ninguna de sus virtudes, pero acrecentó todos sus defectos.

Algunos amigos y ciertos deudores de mis favores, me avisaron de que el personaje había puesto sus ojos en mí. Tras desprestigiarme ante ella y ante la corte, decidió que debía ser alejado, por ese motivo me había llamado la princesa.

Al comprender que todos los puentes estaban rotos, que por mucho que siguiéramos hablando no llegaríamos a buen fin, me dirigí a Catherina y le dije:

— Mi Señora, creo que debemos abandonar esta entrevista, no hay solución posible, así que me retiro.

— ¡Sí Nicolás estás despedido!

–No puedes despedirme Catherina, lo acabo de hacer yo. Sabes que no me fío.

Josma Taxi & José María Sanchis.

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