Un día cualquiera.

Un día cualquiera.

Me levanté cansado, con dolor de cabeza, había dormido muy mal. No tenía ganas de hacer nada. Sin embargo, por disciplina, encendí el ordenador y pensé en escribir un cuento, pero no se me ocurría nada.

Para estos casos tengo una rutina que suele funcionar. Construí un escenario, un planeta nuevo al que llamé tierra. Estaba compuesto por un setenta por ciento de agua, el resto era todo tierra. Introduje una vegetación abundante, una serie de bacterias en el mar y lo sometí a la ley de la evolución.

Luego tuve que irme a descansar un rato, la espalda me dolía mucho.

Cuando volví en la tierra habían pasado millones de años. La evolución había desplegado sus efectos. Las plantas se habían extendido prácticamente por todo el planeta, había peces en la mar y animales en la tierra. Su número resultaba incontable, incluso para mí que soy omnisciente.

Vi lo que había hecho y me gustó. Introduje dos leyes más: la de la organización y la de la cooperación.

Tuve que apartar mi vista del nuevo mundo, me llamaban al móvil.

No tardé casi nada en regresar, ahora vi unos seres que estaban al frente de todos los animales, se dedicaban a la caza y la pesca, no pasaban mucho tiempo en el mismo sitio, eran nómadas. Advertí que todo era bueno y añadí a mis mandatos el de la especialización en las tareas.

Mientras, me distraje leyendo el correo electrónico, al continuar mi observación me enteré que unos individuos de la especie dominante habían utilizado la violencia, llegando a dominar a otros iguales. No me gustó así que volví a hacer de legislador e introduje los principios de la libertad, y el respeto.

Pasado un rato, que yo había empleado en repasar uno de mis cuentos, fui sabedor de que algunos de estos tipos seguían desobedeciendo y abusaban los más fuertes de los más débiles. Me enfadé y a punto estuve de borrar el cuentecico.

En esas estaba cuando advertí en la parte inferior derecha de mi pantalla algo que se movía, hice un zoom y observé a un hombre de mediana edad que ascendía por un monte, mientras exclamaba: “Jehoví, Señor, espera”.

Llego a la cima y me dijo:

— Señor, he sabido que quieres borrar este cuento, olvidarte de nosotros y que la causa de ello es la injusticia que campa a sus anchas en nuestras tierras.

— Así es, empiezo a estar harto de vuestro comportamiento, estoy arrepentido de haberos creado.

— Es cierto, pero también hay gente justa, que desaparecía junto con los malvados. ¿Si encontrase diez hombres honrados, nos suprimirías? ¿Si encontrase a cinco que harías? ¿Y si no hubiera más que uno?

Reconozco que en parte tienes razón, pero tenéis que cambiar de gestión, así no podemos seguir.

El tipo se quedó pensativo, tras valorar lo que iba a decirme argumentó de nuevo: “Es cierto, danos todos tus mandamientos, yo, mis hijos, los hijos de mis hijos, nos encargaremos de que sean cumplidos.”

Poco a poco le fui dictando diez mandamientos, unos por su bien, otros para poder seguir manipulándolos cuando yo considerase que era necesario.

Finalmente le dije: “En todo caso voy a introducir otra variable, esto no puede saliros gratis, a partir de ahora existirá la muerte, así evitaremos la sobrepoblación y algún desgraciado caerá en ella.”

El hombre bajó de la montaña, iba contento con dos tablillas en las que había escrito mis órdenes, ¿le haría caso su pueblo?

Realmente no me interesa demasiado, tengo otros cuentos, otros escenarios que crear.

Y colorín colorado, este cuento ha terminado.

Josma & Jose Taxi.

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