
Un pintor alcireño.
Pepe Moscardó iba retrasado, había cargado el carro—quizás más de lo debido–, enganchado a Piolet, un caballo que había conocido tiempos mejores cuando fue figura del “tiro y arrastre”. Pepe lo ganó en una porfía contra un individuo de Sueca, apostando por Piolet, que al final fue su recompensa.
Tras un buen rato de espera apareció el Maestro Mateo Tortellini, nacido en un pueblecito de la Toscana, allí había aprendido las técnicas oportunas para la pintura al fresco. Hacia ya veinte años que fue maestro de Pepe; al envejecer y estando aquejado de una dolorosísima enfermedad de los huesos, Pepe lo acogió en su casa y lo trató como al padre que nunca conoció. Ahora lo llevaba como experto, le encantaba tenerlo cerca para solicitarle opinión de continuo.
Eran las seis menos cuarto, así lo habían anunciado las campanas de la iglesia de San Bernardo. El maestro Tortellini subió al carro, Pepe montó a Piolet, le susurró unas palabras en la oreja izquierda y le dio una zanahoria. Comenzaron el viaje, tenían muchas leguas que recorrer hasta llegar a Simat de la Valldigna utilizarían varios caminos de herradura antes de alcanzar su destino.
El trayecto fue relativamente bien, rodeados de naranjos en flor que desprendían un olor a azahar casi embriagador. Se encontraron con un carro a la altura de Corbera y perdieron casi veinte minutos siguiéndolo.
A las doce pararon frente a la iglesia de Simat, comenzaban a salir los parroquianos, seguidos por las autoridades civiles. Pepe aguardaba en un lateral de la calle, cobijado a la sombra de un chopo.
Salieron, en último lugar un grupo de frailes, con su Abad en última posición. Eran cistercienses, seguidores de la regla de San Benito. Pepe se acerco al anciano Abad, éste le dijo:
— Moscardó ¿Cómo van las pinturas? He pasado esta mañana y he visto que las del altar mayor están casi terminadas, pero las capillas laterales, están prácticamente por empezar.
— Si Padre, pero la falta de dinero ha hecho que nos quedásemos solos el Maestro Mateo y yo. El resto de mis hombres, a los que no he podido pagar sus jornales, han tenido que buscar otros trabajos para mantener a sus familias.
— Entiendo lo que me dice Pepe, pero ya sabe usted que la Iglesia es pobre, no puede adelantarle más dinero.
— Yo tampoco—dijo Pepe–, he tomado dinero dando prenda de todos mis bienes, pero ya no consigo ni un ochavo.
— En ese caso y salvo que Santa María interceda por nosotros, no tendremos más remedio que parar las obras. Aunque, como bien sabe usted, Maestro Moscardó, Dios aprieta, pero no ahoga.
— Sería lamentable llegar a ese punto Padre.
— En ese caso lo único que puede hacer es comprar en el monasterio unas velas y rezar a la Virgen. Yo mientras tanto voy a intentar que me autoricen a dispensar unas bulas, baratitas, eso sí, para perdonar días en el purgatorio, suelen ser las más aceptadas por nuestros fieles creyentes.
Pepe volvió al carro, cabizbajo y taciturno, había puesto todo su empeño en aquel proyecto, ¿Qué sería de su familia? Apenas le quedaba dinero para poder aguantar, la comida empezaba a escasear…
Moscardó llegó hasta el carro, cogió a Piolet de las riendas y lo condujo hacia la iglesia. Al llegar allí encendió una fogata, en la que calentó un puchero, repleto de habas guisadas acompañadas de unas morcillas, que había cocinado la buena de Marieta, su hija pequeña. Todo ello acompañado de una hogaza de pan y un vinillo de La Font de la Figuera, confiando en que les ayudarían a para recuperarse de las fatigas físicas y espirituales.
Al olor del guiso, esperando su parte del condumio, el Maestro Mateo se acercó. Pero Pepe, sirvió el primero a Piolet, sin su servicio no habrían llegado hasta el Monasterio. A mitad de la merienda, Mateo preguntó:
— ¿Qué pasa Pepe? Te veo caviloso.
Pepe le contó la conversación que había tenido con el Abad y su situación económica real.
— No te preocupes—le dijo el Maestro–, debajo del jergón en el que duermo encontrarás una bolsa con monedas, gástalas, pero ninguna sea para el Abad, ¿Estamos?
— Pero Maestro, ese era el pequeño capital con el que contabais para vuestra vejez.
— ¿Y quién me acogió cuando lo necesité? Bueno Maestro Moscardó, preparemos las pinturas para mañana, hoy ya no queda buena luz para pintar.
— Si Mateo y gracias.
Y colorín colorado este cuentecico ha terminado.
Josma Taxi