Una ruina
Habíamos pasado por la casa hacía cinco meses, pero nos volvieron a llamar, había una denuncia por ruina. Cuando mi equipo y yo llegamos estaban acabando su trabajo los del ayuntamiento: “los bomberos siempre llegáis tarde” nos recibió cachondeándose Pedro Pérez, el jefe de los arquitectos municipales.
Desde fuera la casa no presentaba signos de deterioro, la famosa mansión de los Menéndez, tenía más de doscientos años, plantada en lo alto de una colina, en su origen solitaria, ahora desde allí se divisaba toda la ciudad.
El olor a gas nos recibió en la propia entrada, mandé su corte, el recibidor era muy amplio, con una gran mesa redonda en el centro, en la que se apoyaba un jarrón de procedencia irreconocible.
A la izquierda se situaba el comedor, en cuya parte trasera existía un pasadizo por el que se llegaba a la cocina y a las dependencias de los criados.
Enfrente de esa pieza, al otro lado del recibidor, estaba la biblioteca, con una chimenea rimbombante y todas sus paredes repletas de libros, haría falta más de cinco personas y más de seis meses para catalogar sus existencias. Completaba la decoración cuatro sofás de piel natural y multitud de sillones acompañados de mesitas auxiliares para tomar notas.
En la planta baja no había más estancias, en el semisótano, al cual se podía acceder desde la calle, por una escalerilla oxidada, quedaba la leñera y el almacén de provisiones.
En la primera planta se situaba el dormitorio principal y dos habitaciones individuales. En la grande se produjo el asesinato, hacía ahora cincuenta años, de los condes de Menéndez. Nunca se resolvió el caso adecuadamente, no hubo tiempo material para la investigación, y sí demasiadas presiones.
La alfombra aún revelaba el sufrimiento al que se vio sometida el día de autos. Continuaba el olor a gas, volví a mandar que lo cortasen, a ser posible de una forma eficiente.
Estábamos inspeccionando la estancia, Carmen Albero y yo, los testigos no mostraban ningún movimiento, los puntales habían aguantado bien, no había signos visibles de ruina.
Trabajábamos en silencio, hasta que Carmen soltó un: “¡Coño, jefe! ¿Qué es esto?”
Me acerqué a su posición y observé en el marco de una puerta, incrustada y casi invisible, una cápsula roja. Volvió el olor a gas… Encontramos cincuenta más en el recinto.
Carmen llama al químico y dile que se venga corriendo. Si pone pegas le comentas que tengo su expediente disciplinario encima de mi mesa.
Martínez era un mal bombero, pero era un excelente químico, así que había decidido destinarlo al laboratorio, en el que sus aportaciones estaban siendo algo más que brillantes.
A los veinte minutos apareció en la casa, mal peinado, peor vestido, con cara de no haber dormido en varios días. Nada más entrar en la habitación se quejó del olor a gas que hacía en el cuarto…
Le enseñé la cápsula roja, con paciencia la extrajo de la pared, se la llevó a la nariz y me dijo: “Esto contiene gas, seguramente metano, pero tendré que analizarlo en el laboratorio”
— ¿Y qué finalidad puede tener ubicarlo en una habitación? —pregunté.
— ¿Recuerda aquello del combustible y el comburente? Si no estalla podría servir para envenenar a alguien.
Martínez inspeccionó toda la estancia, hasta llegar a la chimenea, allí estuvo trasteando un buen rato, hasta que sacó una manguera, sucia, larga, rota. “Apostaría a que en el falso techo hay un motor, que la convierte en una aspiradora, no hay oxígeno, no hay explosión y el gas despliega sus efectos letales”
Llamé personalmente a la policía y simplemente les dije: “Tenemos un caso chavales”.
Y colorín colorado este cuentecico, — gaseoso–, ha terminado.
Jose Taxi & Josma