Vegueros de Vuelta Abajo
El calor aturde, asfixia, vuelve el aire quieto y sofocante. Derrite la voluntad y los sentidos. Hasta los pensamientos, desordenados e ingrávidos, se derriten, quieren ser agua, humedad, saliva o llanto.
La fábrica de tabacos es un barracón con techo de hojalata y paredes de adobe. La selva lujuriosa lo envuelve, otorgándole, quizá por ósmosis, una cualidad exuberante y sensual. Prestándole su perfume de hierba macerada, de canciones de esclavos y nostalgias, de calor y pieles bañadas en sudor tibio de trópico y cansancio.
En una bancada, a la sombra de la oscuridad caliente y torrefacta, una mujer enrolla con oficio y con constancia una hoja de cohiba contra la cara interior del muslo terso, prieto, que reverbera en la penumbra con relumbres de sudor, azogue y ébano.
Hay algo hipnótico, magnético, en el chasquido castigado del vegetal contra la carne. El borde estampado de una falda arremangada, muestra con descuido la blancura de nieve de una enagua, y más allá, la piel sudada que destella como el cedro húmedo, oscura entre tanta oscuridad, y que se adivina suave como el tabaco que trabaja, caliente como el barracón, ligeramente salada.
Se mueve absorta y eficaz al son de una música imaginaria. Pareciera brotar de ella: de la memoria taína y esclava; de allende un océano de infamias, fusiles, hambrunas. Es un cántico antiguo de Macumbas y Santería, de raíces heridas y ocultadas después entre los azulejos rotos de su corazón. Una música analgésica que acompaña al trabajo y a la vida, como si fuera una oración, un dije, un mantra.
Algún día, en alguna parte, un desconocido le prenderá fuego a ese puro veguero de Vuelta Abajo, nacido con dolor entre las manos y los muslos de una mujer callada, sufrida, insoportablemente dulce. Una mujer herida de muerte, como lo están la Soledad y la Memoria, la Melancolía y la Nostalgia.
Que por algo llevan nombres tristes de Mujer.
Pero no dio tiempo a que el desconocido prendiera el fuego. Una tormenta caribeña, lanzó un rayo sobre la fábrica de tabaco, y el fuego, otra vez el fuego, acabó con el negocio.
Tomás Saavedra Ramos, nieto del creador del negocio, pensó en reconstruir la fábrica, pero optó por irse a tomar unos buenos vasos de ron, la juerga terminó, en un prostíbulo.
Dos días después, el amo apareció con una resaca impresionante.
Diego Maradona, uno de los trabajadores, se ofreció al amo, a la reconstrucción, incluso a la compra del terreno que ocupó el barracón.
Tomasito le dijo: ¡os regaló todo, en realidad no sacaba dinero de la fabricación de puros! Diego corrió a comunicar a sus compañeros la noticia, vislumbraba un éxito seguro. Sin embargo, quedó decepcionado, sus compañeros habían buscado otras labores: recogida de fruta, de algodón, incluso de las hojas de tabaco.
Sólo una caribeña guapísima, llamada Beatriz Sancho Taxi, se apuntó al proyecto.
El primer problema que tuvieron que afrontar fue la falta de dinero, necesitaban ayuda, ellos habían intentado fabricar los ladrillos de adobe, pero no daban abasto.
Salieron de la situación cuando encontraron una cuadrilla dispuesta a trabajar a cambio de un plato de comida, muy trabajadores y cantores de guajiras.
Beatriz se reveló como una cocinera, más que aceptable en una fogata, guisando directamente sobre las brasas era capaz de hacer varios platos: mangú, arroz blanco, habichuelas, ensalada verde, que acompañaban de agua de un viejo pozo, por más que fuese de dudosa potabilidad. Fueron incapaces de costear el techo de uralita que cubría la antiguo fábrica. Lo sustituyeras por otro de palmas de cocotero, entretejidas. Cuando acabaron las obras dieron una pequeña fiesta, a la que naturalmente fue invitado el viejo amo, que por supuesto no asistió.
Texto elaborado conjuntamente por:
Irene Adler y Jose Taxi.